No era un formato nuevo, pero el encierro impuesto por la pandemia de Covid-19 impulsó en 2020 los conciertos en «streaming» a otro nivel, de conexiones caseras y gratuitas para levantar el ánimo de la ciudadanía a producciones colosales que demostraron que también podían hinchar el bolsillo de sus autores.
Ahí están las cifras: se estima que BTS pudo recaudar más de 28 millones de euros en octubre tras reunir a cerca de un millón de espectadores en sus dos conciertos ‘online’ de pago, mientras que el «Studio 2054» que Dua Lipa ofreció en noviembre rompió esas cifras al superar los 5 millones de visionados.
La lista de artistas que se han sumado a este formato se amplía día a día: Kylie Minogue, Justin Bieber, Alejandro Sanz… Sin las limitaciones de aforo de un espacio físico, las audiencias se multiplican potencialmente a todo el mundo, especialmente en un momento de parálisis de la música en directo en el que este tipo de productos se convierten en un sucedáneo gustoso.
Pero, ¿se puede hablar de «conciertos» en el sentido estricto de la palabra? «Se les puede llamar así al igual que a un sándwich mixto le puedes llamar sándwich, aunque no lleve jamón y queso. La tecnología lo ha cambiado todo», defiende Joe Pérez-Orive, director de márketing de Live Nation Barcelona, al recordar que la práctica del falso directo y del retoque son casi tan viejos como la televisión.
En ese sentido, rememora cuando los Beatles emitieron su mítico ‘Concierto en la azotea’ (1969) y tocaron ‘Don’t let me down’. «Añadieron capas, voces, arreglos y suavizaron el ruido del viento antes de emitirlo», señala.
«Se me hace difícil pensar en equipar estos espectáculos, que son interesantes y aprovechables, pero que son más bien un espectáculo audiovisual concebido con las normas propias de ese lenguaje, lo que incluye juegos de cámara, licencias como el sonido pregrabado y el playback», señala Fernando Neira, prestigioso crítico musical en España.
Para él la principal diferencia con la magia del «en vivo y en directo» es que no poseen «la naturaleza y sustancia del concierto», esto es, «el pálpito, la experiencia compartida en un lugar y en un tiempo determinados».
A falta de ello, los conciertos en «streaming» han abundado cada vez más en su componente visual o conceptual. Coldplay, por ejemplo, escogió en 2011 la vistosidad de la plaza de toros de Las Ventas de Madrid para presentar en ‘streaming’ su disco ‘Mylo Xyloto’ con realización del mismísimo Anton Corbijn y hace solo unos días Pablo Alborán promocionó la salida de ‘Vértigo’ desde el helipuerto de la Torre Picasso de Madrid con increíbles planos tomados por drones.
Pérez-Orive recuerda otro caso que apostaba por ampliar la implicación de los fans: Behemoth, grupo de ‘death/black metal’ que buscó una iglesia abandonada en Polonia desde la que ofrecer un evento inmersivo, con dos versiones; por un lado, la realización del director y, por otro, una experiencia multicámara que incluía además la posibilidad de alternar a voluntad entre 8 diferentes ángulos de cámara, filmado en HD y con calidad de audio de estudio.
«El valor añadido residía en lo blasfemo de hacerlo en una iglesia, en la curiosidad y la autenticidad. Los fans estuvieron encantados y vendieron 40 mil entradas», subraya.
Este tipo de desarrollos contrastan vivamente con la explosión de «conexiones precarias y actuaciones caseras» al inicio de la pandemia que, en opinión de Neira, «terminaban siendo contraproducentes». «Más que un sustituto de la experiencia genuina, agravaban cierta sensación depresiva y la sensación de pérdida», señala el cronista de El País.
Lo que lleva a una segunda pregunta: ¿qué posibilidades ofrece este formato para artistas sin una infraestructura tan desarrollada? «Me cuesta creer que sean viables para quienes no tengan un mínimo de solvencia tecnológica», previene Neira, al recelar del poder de convocatoria de un «show» de pago retransmitido con «dos teléfonos móviles sobre trípodes».
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